lunes, 3 de enero de 2011

Tras la valla de Euronit.......Tierra de Pinares.





Al sur de la ciudad del Pisuerga tiene su arranque una comarca -natural y cultural- conocida como Tierra de Pinares. Constituye la misma una masa forestal impresionante, que se reparte por las provincias de Valladolid, Ávila y Segovia y que, hoy, puede apreciarse muy bien desde los mapas aéreos de algunos servidores internáuticos. Este paisaje en el que predominan, a través de miles de hectáreas arenosas, el 'pinus pinaster', marítimo, rubial o rodeno y el 'pinus pinea', parasol, doncel o manso, es la más extensa superficie compacta de árboles en toda Castilla y León y una de las mayores de Europa.
En la época de postguerra hubo en España una corriente botánica bastante dominante que defendía cierta teoría de que la vegetación primigenia y potencial de la mayor parte de la Península eran bosques del género Quercus (encinas, robles, quejigos, alcornoques...) y, en cambio, relegaba los bosques de pinos a un papel secundario como bosques de segunda clase, que no habrían estado allí 'siempre'; casi como paisajes degradados o no autóctonos, incorporados por el hombre después de una etapa anterior e idílica en la que los Quercus dominarían todo el paisaje. Sin embargo, en los últimos veinte años se ha podido demostrar lo contrario, en virtud de evidencias no sólo biológicas (polen en depósitos, reconstrucción de la historia evolutiva a partir de marcadores moleculares) sino también de fuentes históricas (testimonios de la Antigüedad Clásica, por ejemplo). Y, en definitiva, hoy puede afirmarse que los pinares no son, ni fueron, nada advenedizos allí donde ahora están; siempre han estado en el paisaje y muy particularmente en terrenos especialmente arenosos, como los de la comarca pinariega mencionada.
A pesar de que hay quienes han discutido esa misma categoría de bosque a los pinares, ha de decirse que este territorio se mantiene como bosque, sin haberlo dejado de ser nunca, aunque ahora sus propietarios naturales (que no son otros que los animales salvajes) hayan vuelto, en buena medida, a enseñorearse de él, precisamente por la actividad y planificación humana que durante más de un siglo lo explotó de manera intensa. Esto puede parecer paradójico y, desde luego, no encaja demasiado bien con los planteamientos que han hecho del conservacionismo a ultranza una especie de credo que imponer a todo el mundo y fuera del cual no habría salvación posible. Se trataría, según sus promotores, de propagar (con algunas actualizaciones y variantes) aquel viejo concepto, engañoso y casi perverso, de parque o espacio natural, en el que los humanos -sean tribus salvajes, atrasados campesinos o destructivos ganaderos- están de sobra y deben sólo permanecer como reliquia de una etapa ya superada de la humanidad, ejecutando cualquier ritual vestidos de mamarrachos o vendiendo tradición como si ésta fuera un objeto más de consumo.
Resina, piñas y piñones
La comarca de la que hablo, poblada y repoblada por pinos aquí conocidos como negral o resinero y albar o piñonero, se mantuvo foresta y no pasó a ser otra cosa, como eras de cultivo a la postre abandonadas o apretados caseríos, y, finalmente, masivas urbanizaciones, porque hasta hace menos de cincuenta años (y todavía ahora en ciertos aspectos) esos pinares cumplieron una importante función: el aprovechamiento industrial de la resina y, en menor importancia, de las piñas y piñones. Es verdad que la dedicación al pino y sus productos pudo determinar el descenso y casi desaparición de otras clases de bosque como los robledales, que también había en esta tierra; pero no lo es menos que, sin esos usos que llevaron aparejados la configuración y mantenimiento de toda una cultura del pino, el bosque no hubiera resistido los embates del desarrollismo de las últimas décadas. Lo económico y lo cultural, la naturaleza y el progreso, no tienen que ser necesariamente realidades contrapuestas. El auge y bienestar económico, más la peculiar cultura que el modelo de explotación de los pinares proporcionó a sus habitantes es un buen ejemplo.
Tenemos, en suma, una magnífica y bastante homogénea extensión de bosque. Bien. Y ¿qué se puede hacer con él, ahora? ¿Cómo convendría gestionarlo para que siga siendo lo que es y no sólo resulte ominoso para la vida de los habitantes de sus pueblos sino que además les garantice un futuro próspero sin que tengan que renunciar a su identidad? Hay quienes ya atisban una posible revalorización de la resina como recurso alternativo a algunos productos de los que se derivan del petróleo; así como la potencialidad de estos pinares en cuanto a biomasa. Mientras continúan, por otro lado, funcionando de forma bastante satisfactoria y rentable en la zona industrias como la maderera o la manufactura del piñón.
Desde antiguo, además, este territorio llamó la atención de viajeros y visitantes de todo tipo por su singularidad paisajística. Hubo, incluso, alguno que, ante lo agradable de sus riberas y el espesor de sus montes, creyó adentrarse en una especie de Arcadia, bien diferente de los áridos alrededores de la ciudad de Valladolid. Tal es el caso de un seminarista inglés que, a principios del siglo XIX, dejó testimonio de su bucólica y romántica admiración por la belleza de los parajes que circundan el río Cega; o de esos pintores que gustaban de perderse en los pinares de Viana o Valdestillas para hacer sus estudios de paisaje.
¿Cuál debería ser el camino a seguir como modelo de gestión en el futuro? ¿Convertir estos lugares en poco más que un destino ocasional de ocio y turismo? ¿Reactivar determinadas actividades industriales que fueron rentables en el pasado? Seguramente una combinación de todo ello teniendo en cuenta, en cualquier caso, dos premisas insoslayables: la primera, que cualquier intervención sobre ecosistemas de este tipo ha de ser integral, contemplando tanto los aspectos medioambientales como los antropológicos, ya que hombre y paisaje no son separables; y, en segundo lugar, que la mejor gestión sobre tales territorios es siempre la que se hace desde el interior de los mismos. El conocimiento y los recursos locales no pueden entenderse y gestionarse acertadamente más que desde lo local. Eso sí, con un modelo bien construido y claro de lo que se quiere alcanzar. Eso es lo que ha fallado a menudo en las directrices bien intencionadas pero demasiado generales y, por esencialmente burocráticas, demasiado despegadas de la realidad, que llegaban desde los organismos rectores de la Unión Europa.
De la 'miera' y la 'roña'
Dos personajes escogidos al vuelo entre la vorágine y preocupaciones de cada día por la mirada aguda Miguel Delibes sobre el campo castellano, en su obra de 1986 'Castilla habla', lo expresaban de esta manera: «Aquí, en Castilla el personal está inquieto; más que inquieto, acobardado, no sabe a qué carta quedarse, espera instrucciones. Anoche se lo decía yo a un vecino (&hellip): 'Desengáñate, fulano, ahora lo que tenemos que hacer es trabajar más de oído', y lo que él me contestó: 'Y ¿quién coños lleva la batuta? Porque aquí nadie dice nada'. Y está en lo cierto, oiga, porque lo primero que deberían hacer es decirnos qué hacemos, a dónde vamos, qué esperan de nosotros».
Hoy más que nunca es necesario saber a dónde se va. O, mejor aún, poder decidir qué queremos hacer nosotros mismos con lo que nos rodea porque, al fin y al cabo, somos los que vivimos aquí. Y de aquel mundo, recuperable por sostenible, bastante queda todavía: por ejemplo, las palabras. Términos como 'miera', de la que se obtenía la 'pez' con la que se elaboraba la resina y que era extraída tras herir al árbol con una 'azuela', sacar de él unas 'serojas' y esperar a que cayera hasta un pote de barro la 'roña' o corteza que, una vez molida, era empleada como aislante en paredes o suelos; y las 'rameras' se utilizaban para encender las 'glorias'.
LUIS DÍAZ VIANA * Luis Díaz Viana es antropólogo y profesor de investigación del CSIC.

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