miércoles, 15 de abril de 2009

El futuro de Euronit pasa por la innovación.



Un problema estructural de la economía española es la persistencia de un diferencial significativo en materia de Investigación, Desarrollo e Innovación (I+D+i) respecto de los estándares medios europeos, a pesar de los avances registrados desde la aprobación de la Ley de Ciencia hace dos décadas. A modo ilustrativo, según los últimos datos de Eurostat el gasto medio en Investigación y Desarrollo en la UE-15 supuso el 1,91% del PIB en 2007, mientras que en España se situó en el 1,27%.

Los principales rasgos determinantes del atraso tecnológico español son:

• La debilidad crónica del esfuerzo realizado por las empresas españolas en este
campo. Un hecho que se constata periódicamente con los pobres resultados registrados en los diversos indicadores europeos que miden el grado de innovación, tales como: el gasto en I+D de las empresas; el número de patentes registradas; las empresas innovadoras en los sectores industriales y de servicios; los ingresos atribuidos a productos innovadores; la utilización del capital riesgo no especulativo; o la colaboración universidad-empresa.
• La desigual difusión de la tecnología y la existencia de fuertes desniveles entre sectores económicos y áreas geográficas. El análisis permite observar una estratificación de tecnológica de la estructura productiva, en la que se combinan empresas y sectores con elevados niveles de innovación junto a otros con altos niveles de obsolescencia.
El factor territorial es clave en este proceso en la medida en que, a pesar de las políticas públicas de redistribución y la recepción continuada de fondos europeos, la desarticulación en términos tecnológicos aumenta las diferencias entre las regiones españolas.
• La elevada especialización de la estructura productiva en actividades caracterizadas por algunos rasgos –bajo contenido tecnológico y la utilización intensiva de puestos de trabajo poco cualificados– que determinan que la competencia en precios sea más relevante que en otras que tienen un alto contenido tecnológico e innovador de los productos.
• Los bajos niveles de calidad del empleo que presenta en general el mercado de trabajo español en comparación a los estándares medios europeos, en dimensiones como: los bajos niveles salariales medios; la proliferación de empleos atípicos, especialmente los de carácter temporal (donde España se sitúa a la cabeza del ranking europeo); la jornada laboral y la conciliación de la vida laboral y familiar; y las bajas cualificaciones y el escaso desarrollo de la carrera profesional; y el elevado número de accidentes laborales. Una situación que no sólo incide en la existencia de peores condiciones de trabajo, sino que también influye negativamente en la utilización más eficiente de los recursos, al tiempo que actúa como un desincentivo para el fomento de la innovación en las empresas.

Las actuaciones necesarias para superar estas deficiencias son suficientemente conocidas y abarcan aspectos como: las políticas públicas de fomento del capital tecnológico y su difusión, así como de capital humano, que no deberían ser generalistas sino selectivas para reducir los desniveles de productividad de las empresas; la dotación de infraestructuras, acceso y uso de las innovaciones tecnológicas; el estímulo a la implicación de las empresas en los procesos de innovación; el fomento de la interconexión entre los sistemas de investigación científica y su desarrollo en las empresas; y la mejora de las condiciones laborales del personal dedicado a la investigación (especialmente en aspectos como la estabilidad laboral, el desarrollo de la carrera profesional y la remuneración).

Un aspecto que ha recibido menos atención, pero que es igualmente importante, concierne al papel de las relaciones laborales en el desarrollo de los procesos de innovación. Un papel que, como han puesto de manifiesto diversos estudios, ha tenido tradicionalmente un bajo nivel de desarrollo en España.
La escasa participación de los trabajadores en los procesos de innovación está estrechamente asociada a una concepción ampliamente extendida sobre la organización del trabajo, que presenta dos características centrales. Por una parte, la atribución a los empresarios de la facultad exclusiva en la gestión de la innovación; una competencia que con frecuencia es asumida incluso por los propios trabajadores, y que se refleja en el papel secundario que se asigna a esta materia en los procesos de negociación colectiva.
Por otra, la consideración de la tecnología como una variable externa a la empresa, cuyo desarrollo es, por tanto, ajeno al sistema de relaciones laborales. La innovación se concibe así como la introducción de tecnologías externas a la empresa, que se compran en el mercado, con unas características predeterminadas a las que deberán adaptarse la organización y la gestión empresarial.
Desde una concepción dinámica de la competencia, alternativa al concepto neoclásico dominante, se puede plantear en cambio que las empresas pueden competir en primera instancia a través de la innovación, tratando de diferencias sus productos y la forma en que los producen. La innovación tecnológica se concibe así como un factor endógeno a la competencia, que implica cambios organizativos y sociales, y en el que juegan un papel central los diferentes actores implicados para su desarrollo. En particular el sistema de relaciones laborales y la organización y condiciones de trabajo asociadas a ese sistema influyen decisivamente en las formas, intensidad y eficiencia de los procesos de innovación de las empresas.
La participación de los trabajadores constituye, bajo esta óptica, un elemento clave para mejorar la calidad de los productos, favorecer la aplicación y adaptación de las innovaciones tecnológicas, e incrementar la productividad del tejido productivo. Al tiempo que sigue siendo, lógicamente, un instrumento central para la mejora de las condiciones de trabajo y la promoción de empleos de calidad.

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